El cementerio de cristal by Carlos Aurensanz

El cementerio de cristal by Carlos Aurensanz

autor:Carlos Aurensanz [Aurensanz, Carlos]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2023-09-14T00:00:00+00:00


* * *

El 10 de agosto, solo dos días después, un nuevo golpe había puesto a prueba la resistencia de Ana María, al tiempo que desataba un conflicto más con los Zubeldía. El padre Ángel había acudido a la casa y preguntó por ella. Su rostro, con el sacerdote de pie en el vestíbulo, no presagiaba buenas noticias cuando lo contempló desde el descansillo al bajar de su habitación.

—Dice doña Margarita que pueden usar la biblioteca hasta que don José y don Félix regresen —oyó decir, mientras descendía el último tramo de escaleras, a una de las doncellas, que indicaba al sacerdote el camino.

Ana María, con la certeza de que algo malo pasaba, los siguió y ella misma, con prontitud, cerró la puerta nada más entrar en la estancia.

—¿Qué ocurre, padre? —preguntó con la mano aún en la manilla—. Solo hay que verle la cara para saber que no son buenas noticias lo que trae.

El canónigo se acercó y la tomó de los dos antebrazos en un gesto que no dejó de sorprenderla.

—No se engaña, Ana María. Vengo de casa de Herminia. Y, en efecto, las noticias son pésimas.

—¿Herminia ha muerto?

El padre Ángel negó con la cabeza.

—Esa sería una noticia dolorosa, pero no dejaría de respetar las leyes de la vida. Entra dentro de lo normal que los padres abandonen este mundo antes que sus hijos; sin embargo…

—¡¿Alberto?!

El sacerdote le apretó los brazos con fuerza.

—Sé que eran amigos. Lo siento mucho —dijo con una mueca de impotencia, negando a la vez con la cabeza, clavada la mirada en la alfombra.

Ana María dio un paso atrás y se tapó los ojos con la diestra, descompuesto el semblante.

—Siéntese, hija. Se ha quedado lívida, y no es para menos. No se vaya a marear.

La joven, trastabillando, aceptó el consejo y se dejó caer en el orejero más próximo. Apoyó las dos manos en los brazos del sillón, cerró los ojos con fuerza e inspiró profundamente varias veces seguidas, sin hablar. De aquella manera permaneció durante dos largos minutos, durante los cuales solo una lágrima solitaria se deslizó por su mejilla.

—¿Cómo se han enterado? —preguntó por fin sin mover un músculo, sin siquiera abrir los ojos.

—Herminia ha recibido un escueto telegrama en el que le daban cuenta de su muerte. Al parecer, resultó herido hará dos semanas en el transcurso de un combate en Brunete. Durante este tiempo ha permanecido en un hospital de campaña donde ha fallecido a causa de una gangrena tras amputársele un brazo.

—Brunete —musitó.

—¿No es allí donde resultó herido también su esposo?

Ana María se limitó a asentir.

—Lo lamento profundamente. Y debo decir que me asombra su entereza.

—Llega un momento en que hasta las lágrimas se agotan, padre. Y en el último año he vertido las que cualquier mujer vierte en toda una vida.

—Si necesita usted consuelo, sabe dónde encontrarme. En los momentos más terribles y desesperados, recurrir a Dios puede resultar de gran ayuda.

—La vida, y mire que soy joven, padre, me ha enseñado lo poco que puedo esperar de un Dios que permite tantas injusticias, algunas cometidas en su nombre.



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